José Ramón Noguerol. Más de 25 años viajando en moto por Europa, América y África. Procuro que el viaje tenga siempre un “nombre propio” que dé sentido a la ruta pero también dejando que lo imprevisto te sorprenda. Es lo que engancha de los viajes. Por ejemplo me ha encantado poder recorrer en diferentes años los territorios que conforman la “naciones celtas”: Irlanda, Escocia, Gales, Cornualles, Bretaña, Galicia…
Viajar por Senegal en moto siempre será una aventura llena de muchas vivencias inolvidables, sus carreteras, sus pistas de tierra, los poblados y las poblaciones más grandes y caóticas, la pobreza, los colores y olores, el ruido de la selva por la noche, el río Gambia, el lago Rosa y las playas de Dakar y en especial la gente amable con la que te cruzas.
Lugares y personas que están en nuestro recuerdo.
Hasta aquí todo muy bien pero circular por este país con unas vetustas y destartaladas Yamaha XT 600 con más de 25 años, lo más barato que pudimos alquilar por allí, es “otro” viaje. Fue como volver a los orígenes de los viajes en moto, vivir cada kilómetro de carretera, empaparnos de los olores de una tierra extraña, apreciar todos los detalles y estrechar la mano de aquellos que cada vez que parábamos se acercaban a nosotros.
Poder solventar las averías que tuvimos con las motos con la ayuda de la gente nos dio una confianza extraordinaria y llegamos a sentir que todo saldría bien.
Recuerdo que al atravesar Dakar con un tráfico caótico el embrague de mi XT comenzó a patinar y tuve que utilizarlo lo menos posible. Tenía que procurar que no se me calara porque el arranque a pedal a veces funcionaba y a veces no. En esos avatares andaba yo cuando me adelantó un policía pilotando con pericia una flamante BMW RT1200. Si llego a estar con la mía veríamos cuál de los dos luciría más gallardo. Mi compañero, Juan Recio, llevaba su XT con una dignidad envidiable como si su moto funcionara como un reloj pero iba tan mal o peor que la mía. Lo que nos impulsaba era el ánimo y la ilusión de estar allí y de que nos dirigíamos al interior del país.
Y sorprendentemente aquellas motos empezaron a tirar y se tragaban sin rechistar trozos de asfalto en buen estado, baches imposibles y pistas de tierra donde enormes camiones te podían adelantar como si no existieses.
Todo formaba parte de la aventura y estábamos tan metidos en ella que la preocupación inicial se tornó en una sensación de disfrutar con lo que estábamos haciendo.
La primera noche llegamos a un hotel en donde fuimos los únicos huéspedes. Una abundante cena, una buena cerveza, un rato de charla y a descansar. No sé a qué hora sería que los rezos y plegarias de una mezquita cercana se colaron en nuestros sueños.
A la mañana siguiente cuando fuimos a recoger las motos vimos que un hombre de edad avanzada las había estado vigilando toda la noche, ¿qué hacer, qué propina le damos, será lo correcto? Correcto o no le dimos una cantidad de dinero que para nosotros debía ser insignificante pero para él un buen regalo, procuramos ser agradecidos y generosos.
De nuevo en ruta.
Mi Yamaha dejó de arrancar a patada así que si se paraba tenía que ponerla en marcha a empujón y aun así costaba.
Tuve que comprar aceite porque se lo había bebido todo, menos mal que no gripó. Y el que dijo “basta” fue el depósito. Era tan viejo que se había agrietado y perdía gasolina, así no podía seguir pero no me preocupé demasiado, tenía la sensación de que lo podríamos arreglar en algún sitio o incluso comprar otro en mejor estado.
Esa noche dormimos en el Parque Nacional de Niokolo- Koba. Por la tarde navegamos por el Gambia. En un pequeño bote íbamos el guía, Juan y yo, solos en el río, fue mágico. Al anochecer el ruido en la selva era una auténtica algarabía pero de repente el silencio y se apagó la luz.
Dedicamos la jornada siguiente a un “safari-guiado” en el que veríamos muchos animales, apenas vimos alguno. El símbolo del país es un león pero ya no hay leones en Senegal.
Con el amanecer la selva volvió a animarse, desayunamos y abandonamos el hotel. Había que buscar un lugar donde reparar mi depósito. Paramos en una gasolinera y preguntamos al encargado, al rato aparecieron unos tipos al frente de los cuales venía el que parecía “jefe de taller”. Siguiendo sus indicaciones llevamos la moto a la parte trasera de la gasolinera, vaciaron lo poco que tenía de gasolina y allí mismo se pusieron a ¡¡¡¡ soldar las grietas del depósito !!!!
En más o menos una hora la moto estuvo lista y previo pago de unos 10€ (sin IVA) pudimos continuar nuestro viaje,
Aldeas, mercadillos, ganado que atravesaba la carretera o pastaba en auténticos eriales, gente que iba o venía por el arcén cargados de mil cosas, niños que salían al camino para saludar sonrientes…
No habríamos hecho más de cien kilómetros cuando la XT de mi compañero también empezó a tirar gasolina por uno de los grifos del carburador. Seguro que encontraríamos un pueblo donde lo arreglaban. Y así ocurrió. Fue como una parada en boxes, cuatro “mecánicos” cambiaron la pieza que apareció en una caja llena de chatarra y funcionó. Comprobación de niveles de aceite y aire en las ruedas a otra vez en marcha.
Aquella noche dormimos en un buen hotel, también vacío. Las motos dentro del alojamiento junto a la piscina.
Al día siguiente tomábamos nuestro vuelo desde Dakar a Madrid por la noche. Teníamos todo el día para recorrer el lago Rosa y regresar a la capital por la playa como en el Paris-Dakar. ¿Por qué no? Ya sabíamos que no habría nada que pudiese detenernos.
La llegada al lago Rosa fue “cada uno por su lado” porque en una zona con obras y mucho tráfico nos despistamos. No importaba, sabíamos cómo llegar y cada uno supuso que el otro se dirigiría allí.
Me metí por una calle que estaban levantando y no me quedó más remedio que pasar por encima de un tablón de madera con una enorme zanja a ambos lados…apreté los dientes y las rodillas al depósito, di gas y confié en que la moto no se calaría en mitad de la maniobra porque entonces me vería en el fondo de la zanja. Afortunadamente todo fue bien, no había nada que nos detuviera.
Volvimos a encontrarnos en el lago Rosa. El recibimiento de las vendedoras ambulantes fue apoteósico, todas querían una foto con los héroes y de paso vendernos lo que pudiesen. Sentados en una terraza con vistas al lago nos tomamos unas cervezas y comimos algo. Unos amables “informadores turísticos locales” entablaron conversación con nosotros y no les faltó tiempo para ofrecernos de todo y…todo es todo.
Ya solo nos quedaba un regreso de leyenda, por la playa hasta Dakar. Y allí sí que hubo algo que nos detuvo.
Mi buen amigo Recio en pleno subidón de euforia no se dio cuenta que una ola pequeñita, de esas con las que juegan los niños en la orilla y que suelen darles un buen revolcón, llegaba rápida y le alcanzó tirándole a él y a su moto.
Aquella Yamaha nunca más volvió a arrancar y Recio estaba empapado. Mi Yamaha también se paró y en la arena era imposible arrancarla a empujón.
Allí estábamos al atardecer, tirados en una playa dakariana. Yo no me lo podía creer y mi cara debía ser todo un poema. Nada podría detenernos, bueno sí, una pequeña ola venida desde quién sabe dónde.
De pronto aparecieron unos nativos que no sé de dónde salieron y viendo la situación llamaron a alguien y al poco de entre las dunas salió un camión con otro buen número de “operarios”. Por fin, el “camión de asistencia” siempre al rescate.
Cargaron las motos en la parte trasera donde también se subieron ellos y nosotros en la cabina junto al conductor. Y así en aquel camión y de aquella manera llegamos por la playa a Dakar y esa noche pudimos tomar nuestro avión de regreso a Madrid, nada pudo detenernos.
Senegal…Esencia de África.