Dicen que un niño un día preguntaba a su maestro.
-¿Maestro que es la eternidad? El maestro le respondió de la siguiente manera:
– ¿Ves aquella montaña? Pues cada mil años un pajarito se posa en su cima y se limpia el pico. Cuando la montaña se haya gastado, aun no habrá empezado la eternidad.
El desierto y sus grandiosos espacios abiertos invitan a pensar en estas cosas mientras surcas sus inmensidades. Te sientes pequeño, realmente pequeño, igual que cuando miras las estrellas por la noche, he intentas imaginar a qué distancia están, o cuantas habrá en el universo. Parece más fácil contar uno a uno los granos de arena del desierto del Gobi, que no son infinitos, pero ya con la cifra que obtendríamos, o el tiempo necesario para sumarlos también podríamos hacernos una idea de la eternidad; Infinito, inmortal, la nada y tantos otros términos solo son palabras para intentar explicarnos lo inexplicable, o quizás solo sean producto de nuestra propia imaginación.
Avanzamos por la Ruta de la Seda camino de Golmud. Hoy será una etapa de transición de poco mas de 400 km. Salimos con fresco, bastante fresco, 9 º C; casi añoro los calores de hace un par de días. El desierto no da tregua. Primero atravesamos un campo petrolífero donde cientos de bombas de extracción absorben el oro negro. Entre los contrafuertes de la cordillera del Kum Lum y el desierto de Taklamakán una fosa acoge una gran laguna que se rodea de centenares de pozos. En unos años, aun habrá más y más. Los petroleros no dejan de buscar diferentes ubicaciones para nuevos pozos y las explosiones en su busca resuenan entre las colinas arenosas. Dunas y roquedales, secarrales, charcas desecadas, pedregales, graveras… cuantas caras muestra este desierto en el que poco a poco asciende la temperatura. Apago los puños y paro a quitarme el jersey, la soledad se escucha, solo el viento susurra. Con el aumento de la temperatura se produce otro de los atractivos fenómenos meteorológicos de este fantástico desierto. Los pequeños tornados, o ventoleras levantan la arena a diestro y siniestro. En un momento decido que es mejor parar y ceder el paso a uno de ellos que por su trayectoria tiene todo el aspecto de interceptarnos en plena carretera. El señor del desierto pasa sin prisa, cruza la delgada línea negra con rayas blancas y amarillas y sigue su camino, a veces engordando en ocasiones enflaqueciendo hasta que finalmente desaparezca igual que apareció, tan solo habiendo movido unos millones de granos de arena de un lado a otro.
Poco más adelante la arena se acaba y repentinamente todo es un inmenso campo de altas hierbas. El agua subterránea forma pequeñas lagunas y en su derredor todo es vida, frescura, donde pacen ovejas, caballos y vacas. Vamos llegando a Golmud cuando al sur coronando todas las montañas, asomándose entre las nubes, divisamos la cima del monte Yushuz (6.130 m) la cumbre más alta de la cordillera, el centinela de la entrada al Tibet desde China. Entrando en la segunda ciudad de la provincia de Qinghai, al volver a la civilización urbanizada, con sus edificios, calles, automóviles, y personas pululando por doquier, regreso a tomar nuestra dimensión más conocida, la dimensión humana. Pienso en los tornados, las dunas, las arenas, el polvo en suma del que todo y todos estamos hechos. Viene a mi mente una de las frases más populares del científico y divulgador Carl Sagan. Somos polvo de estrellas.