José María Alegre es un periodista de larga experiencia. Director y editor de QuintaMarcha.com, publicación del mundo del motor digital y edición impresa mensual desde 1995, Alegre formó parte de la redacción de la revista Interviú, contando en su haber con varias exclusivas en los doce años que estuvo en ella, como el descubrimiento de la base secreta Aguacate de la CIA en Honduras. En 2010, de la mano de BMW Motorrad España, arrancó la Newsletter BMW Riders, en la que sigue.      

Mi profesión, periodista, me permite ir por Madrid plasmando fotográficamente las calles desiertas de la ciudad, siendo testigo y portador ante los lectores de QuintaMarcha.com del estado inerte de la ciudad que tanto amo a consecuencia de la alarma general decretada por el Gobierno que tiene a sus moradores confinados en sus casas por el Covid-19. Un hecho histórico vivido por primera vez por todos y que ojalá no se repita.

Me subo a mi moto y pongo rumbo a Madrid por la A-6, autovía que debo tomar para ir a la capital al vivir a las afueras. Es la primera vez que salgo de casa para ir más allá de la panadería y el quiosco de prensa que están en los alrededores de mí calle desde el 15 de marzo. Son las 8:45 h y no hay nadie por la carretera, una de las más transitadas del extrarradio madrileño, donde no hay mañana, tarde o noche en la que el colapso no sea su razón de ser.

El Corte Inglés, el pulso del país

Entro a la ciudad por la calle Princesa y me paro frente al cerrado El Corte Inglés, referencia entre los grandes almacenes (de hecho, es el único…). Alguien me dijo cuando la crisis de 2008 que si la empresa fundada en 1940 por Ramón Areces (que conocí en un chiringuito playero marbellí, de nombre Marisa, al que el insigne y discreto personaje acudía a comer todos los días de agosto vistiendo con ropa que parecía sacada de la planta de oportunidades de su negocio y que se desplazada en un Seat 124, con chófer y dos ‘seguratas’ -eran los tiempos duros del terrorismo, esa otra ‘pandemia’ que sufrimos los españoles durante décadas-, teniendo un espléndido Rolls Royce en el garaje) cerraba, significaría que el país estaba en la bancarrota. Lo segundo, todavía no ha ocurrido (no lo deseo), y el cierre del primero, tampoco -afortunadamente-, pero sí chapado (salvo los super de sus centros, que abren diariamente) por obra y desgracia del Covid-19, al igual que todos los negocios del país (a excepción de farmacias, alimentación y pocos más).

Ver tan colosal edificio ubicado en el barrio de Arguelles con las persianas echadas, me produce escalofríos, sensación que se repite conforme me adentro por las calles y avenidas madrileñas, comprobando que ahora es una ciudad fantasma. Es cierto que esa imagen repetida al doblar cada esquina, la ausencia de personas, la falta de vida se puede asemejar al vacío callejero que se produce en la final de un partido de fútbol, por ejemplo, o, en menor medida, al de un domingo de agosto. Pero lo que me causa un total estremecimiento es saber que la peña no disfruta de espectáculo alguno, ni se ha ido de ‘vacas’, sino que está metida en sus casas por orden gubernativa sin poder salir para evitar el contagio de un virus que mata, el Covid-19.

Trece veces requerido por la policía

Hay muy pocos automóviles particulares por las calles, con mayoría de vehículos públicos como autobuses, ambulancias, con sirena y sin ‘aullar’, y muchos coches de la Policía Municipal y Nacional, tanto visibles como camuflados, que, hasta el momento, no me han parado para pedirme explicaciones.

Me detengo en la Gran Vía, la avenida más famosa de esta ciudad que me acogió en 1985, para fotografiar su soledad, coincidiendo con otro colega. Ambos hemos elegido el mismo punto del 1,3 kilómetros que mide esta vía, que ya es casualidad. En ese momento, se detiene a mi altura un vehículo de la Nacional solicitándome el conductor, con total corrección, que me identifique. “Soy periodista”, le digo con una sonrisa. Éste, sin mascarilla, pero con guantes de ‘mani’ 8-M, al igual que su compañero, se baja y a una distancia prudencial (superior a los dos metros), me pide que le muestre el carnet de prensa. Lo hago, estirando el brazo para que lo pueda leer sin acercarse, dándose por satisfecho e invitándome amablemente a que prosiga con mi labor. Lo mismo hace con el colega desconocido, obrando de igual forma y siguiendo ambos nuestro camino, cada uno por su lado. Así ocurrirá, la petición de identificación por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (las citadas), hasta en trece ocasiones, no pareciéndome mal, pues cumplen con su trabajo, y debo decir que en todas esas 12+1 veces (como diría el desaparecido y añorado campeón), lo hicieron con respeto y buenos modales, lo cual es de agradecer. 

He dejado aparcada a mi apreciada BMW F 700 GS cerca de Callao. Desde esta plaza, hago una foto de la bajada que desemboca en la de España, con la elegante torre de Madrid al fondo -con sus 142 metros de altura, fue el primer rascacielos en España-, igualmente sin vehículos.

Me acerco hasta la Puerta del Sol, donde hay varias dotaciones de la Nacional y Municipal. Muestro de nuevo mi credencial ante el pertinente requerimiento policial y fotografío la soledad de esta plaza donde se encuentra la sede de la Comunidad (por cierto, ¡que horrible es la entrada del Metro con esa ‘boca’ de ballena, ‘lomo’ incluido!-. Paseante fijo de esos lares, pues me encantan, estando siempre abarrotado de gente, me choca verlo todo en silencio y en soledad.

Pero me impresiona más todavía caminar en dirección a la plaza Mayor por las estrechas calles de Esparteros, Postas y Sal, hasta desembocar en ella. La ausencia de ruido es sobrecogedor; mires dónde mires todo está cerrado, no hay nadie, ni movimiento de persona alguna, la falta de vida es total, ¡quiero el Madrid de antes! Aunque reconozco que ‘pasearla’ en estas circunstancias es un privilegio.

Paso frente a la Posada de los Peines, establecimiento que data de 1610 ubicado en una preciosidad de edificio. Considerada como una de las posadas más antiguas de España, su primer propietario fue Juan Posada (¡obvio!), hasta que los hermanos Espino la adquirieron en 1796. Cada vez que camino (la calle es peatonal) frente a su fachada, ‘téngome’ dicho que no debo quedarme con las ganas de pasar una noche en ella.

El balcón, pulmón de los confinados

Antes de llegar a la Plaza Mayor, se detiene un coche de la Municipal (¿el tercero en hacerlo?) que viene a toda ‘leche’, preguntándome lo de siempre. A ambos ‘polis’ les digo, con una sonrisa, lo que soy desde hace 42 años, declinando que les muestre el carnet (¡por fin alguien me cree! Lo contaré en casa…). Además, me informan de que en media hora, tanto ellos como los de la Nacional, harán una formación en Sol en homenaje a las víctimas del Covid-19. “¡Allí estaré!”, les aseguro, y allí estoy media hora después.  

En la plaza Mayor, uno de los mayores ‘dormitorios’ de indigentes de la ciudad, siguen ahí los “sin techo” y no son pocos. Prosigo mi ruta por la Casa de la Carnicería, bajando por la calle de Toledo, donde me detengo para fotografiar esos reductos de libertad en los que se han convertido los balcones. En este caso, una joven que disfruta de la preciosa mañana escrutando el móvil. Giro por Latoneros donde una señora cuida, espray en mano (cuyas pulverizaciones llegan hasta mi cara), sus plantas ‘balconiles”. Tiro hacia arriba por Cuchilleros y al girar, una mujer joven, sentada sobre unos cojines con su perro encima de sus piernas, está tomando un café en el balcón, espacio minúsculo que resulta un pulmón para los confinados, una bocanada de aire fresco ante tanto encierro. Le pido permiso (a ella, que no al perro) para fotografiar la escena, concediéndomelo con gran cordialidad.

Subo en busca de la moto y me encuentro con un grupo de irreductibles, nómadas de los que piden y, algunos, ‘mangan’, deambulando por las calles a sus anchas sin que autoridad alguna repare en ellos. Antes de subir de nuevo por Callao, plasmo el acto policial en Sol anunciado por los municipales antes de llegar a la Plaza Mayor. Ceremonia realizada con gran solemnidad y respeto. Lo que no hace el Gobierno, mostrar duelo por las víctimas de la pandemia que sufrimos, lo hacen las fuerzas del orden a instancias de la Comunidad (¡digo yo¡), puesto que la parada se realiza frente al edifico de ésta. También reflejo la cola para acceder al super de El Corte Inglés, único departamento de la empresa del ‘banderín’ abierto estos días de pandemia, como cito al principio, guardando la gente disciplinadamente los dos metros incluso más, de seguridad.

El hotel Palace cerrado, ¡qué ruina! 

De nuevo en la Gran Vía, un mensajero en bici, de los muchos que circulan por la ciudad (están autorizados a hacerlo), me pide si puedo mandarle la foto que le acabo de hacer al cruzarse con mi focal. La conversación la escuchan tres ‘polis’ de la ‘secreta’ que acaban de detener el vehículo camuflado en el que circulan bajando las ventanillas, llevando mascarilla los tres. Quieren saber lo que estamos ‘cociendo’ el ‘mensaka’, por nombre Richard, sudamericano, y el abajo firmante. Se lo cuento elevando la voz por estar a unos quince metros de mí y dándose por complacidos reinician la marcha sin mediar palabra en busca de mejor objetivo. Por cierto, Richard, todavía estoy esperando que te pongas en contacto conmigo para enviarte la foto. 

Me subo a la moto y pongo rumbo a la Carrera de San Jerónimo, donde está la sede de los “padres de la patria” (?). Me cruzo con dos ‘polis’ que estaban en Sol, me reconocen y saludan, y una vez fotografío lo más fiable de esa casa, los leones, me acerco al que para mí es el hotel con más clase de Madrid, el Palace, toda una institución que abrió sus puertas en 1912, siendo entonces el más grande de Europa. Verlo cerrado me produce una gran inquietud, tal vez porque me sitúa ante la gravedad de los hechos que estamos viviendo. Yo, que me he estado en su interior en muchas ocasiones, paseando por el denominado “Jardín de invierno”, con su cúpula vitral, una auténtica joya, donde he cenado, he tomado algún que otro gintónic en compañía o, simplemente, lo he mostrado a mis visitas, contemplarlo con el cierre echado me alucina, ¡qué ruina!

Vuelvo a lomos de mi moto y prosigo mi camino, y allá dónde voy, se repite el escenario: desierto, porque la peña no está fuera, está dentro, en sus casas, recluida, confinada, encerrada, arrestada. Serrano, Puerta de Alcalá, Velázquez, Génova, Castellana, Raimundo Fernández Villaverde, incluso la M-30 y M-40, calles y avenidas desocupadas, libres, despejadas, deshabitadas, porque no hay ni dios. Solo lo ya mentado, coches, autobuses, ciclistas y motos también, añadiendo paseantes con perro. Sin duda, esta es una experiencia que no olvidaremos, pues es seguro que nos cambiará la vida, las relaciones personales y laborales, además de agujerear nuestros bolsillos ¡y de qué manera!

Pero no quiero ir más allá, mi cometido es el de dejar constancia del estado de Madrid, mi ciudad, la capital, ante esta pandemia que nos ha robado nuestra vida diaria y nos sustraerá cada jornada que permanezcamos privados de libertad, días que nunca nos serán devueltos.

Los niños “no joden con la pelota” 

En la blanca y esbelta Torre Picasso, la construcción más alta de Madrid y de España hasta que otras la superaron, me detengo para plasmarla. Emplazada en Azca, complejo empresarial y comercial enclavado en la parte alta de la Castellana, sus alrededores cuentan con un parque en el que hay un recinto para los más peques, ahora vacío, sin niños que “no joden con la pelota”, sin su vocerío y algarabía, sin su alegría y entusiasmo.

No quiero cerrar el reportaje sin pasarme por Ifema, donde está instalado el macro hospital provisional que, con sus cerca de 35.000 m2 de superficie, se ha convertido en el más grande de nuestro país, pudiendo albergar hasta cinco mil camas y superar el centenar de puestos UCI. A sus puertas, el trajín de ambulancias es constante. Un recinto de vida y esperanza para ganar la batalla al Covid-19 y devolver a la normalidad de sus existencias a todas las personas que la han visto alterada por el maldito virus. Otros, en cambio, han tenido y tendrán menos suerte.

Arranco la moto y me retiro a mi confinamiento. He pasado unas horas en Madrid tratando de dejar constancia de cómo nos cambia la vida de un día para otro. De cómo pasamos de una actividad frenética, de tener proyectos, ilusiones, sueños, a paralizarlo todo hasta no se sabe cuándo. Aquí dejo mis fotos, testigos mudos de la vida, de sus circunstancias y del caprichoso destino.

Por José Mª Alegre (texto y fotos) http://quintamarcha.com/index.php/madrid-confinada