Luís Fernández. Un placer saludaros a todos, soy Luis de Madrid, aunque en este mundillo me colocaron lo de «Luigi» y así me conocen en las carreras de clásicas y en las redes. Me gusta la iniciativa de estos relatos para intentar que llevemos todos un confinamiento algo más entretenido. Espero que el mÌo no os aburra. Mi familia conoce a Gustavo y a la suya desde hace décadas, yo siendo niÒo ya correteaba entre sus BMWs boxer cuando los visitábamos en su casa, a la ribera del rÌo Manzanares. Una familia increíble de grandes motoristas y personas, sin lugar a dudas.

En lugar de contar alguna de mis aventuras en solitario me he decidido por una aventurilla muy divertida que vivimos en grupo, hace muchos años, cuando yo todavía tenía pelo en la cabeza. Todo un «momento Kodak».

Era la primavera de 1988, yo tenia dieciséis años y todavía tenia que ir de pasajero en los viajes, ¡que remedio!. Mi moto de entonces era una pequeña Ducati Senda trucada. No podía ir muy lejos con ella, solo a estudiar y a alguna concentración cercana. Ni siquiera me valía para pasear chavalas y, encima, entendí porque las mecánicas italianas tenían fama de ser poco fiables en aquellos tiempos (demonios, la de veces que me toco empujarla). Era una «época» en la que mi padre y su panda viajaban mucho por Francia, sobre todo para verse con sus amigos cañeros del Moto Club Olorón St. Marie, toda una institución del sur del pais galo, parecían sacados directamente de las viñetas de Joe Bar. Personajes con un corazón infinito a los que ahora echo mucho de menos. Normalmente celebraban reuniones por invitación y rutas llenas de momentazos y diversión.

En esta ocasión volvíamos a subir a compartir fuego y charlas con estos amigos y otros de aquí, con motivo de la celebraciÛn del encuentro de Lourdios-Valle Issaux. Pues nada, allí fuimos a lomos de nuestra poderosa Guzzi 850 T3, con sus escapes atronadores y carenado Puig. En Zaragoza recogimos a otros veteranos de la ruta, Rafa Lombard, con su inédita y brutal Kawa tricilindrica de ¡¡2 tiempos!!, ya sabéis, la famosa Match, y otro amigo suyo, con una Honda XL 600. Pues nada, camino Huesca, luego Somport, frontera y en un ratín en la concentracion donde empezamos a disfrutar de la calurosa acogida habitual de los «gabachos». Si os digo la verdad, no recuerdo muy bien como pasamos la noche exactamente (aunque me lo imagino. El caso que a la mañana siguiente, sin apenas resaca y algo de sueño dimos el típico paseo por los pueblos galos, luego vimos la entrega de trofeos correspondiente y por último almorzamos en alegre camaradería. Rafa, buen conocedor de las carreteras de montaña de esa zona de los Pirineos, lanzó la idea de regresar a casa por otra carretera secundaria que enlazaba con el hermoso valle del Roncal. Prometia curvas y bellos paisajes. Obviamente, todos dijimos que adelante.

Arrancamos y, junto a otro conocido con una R90, salimos dirección a la frontera, adentrándonos en el paradisiaco valle. Efectivamente, la ruta era muy hermosa. Poco tráfico y muchas curvas con asfalto roto o decente, de todo un poco. El ritmo, alegre. Bien, decir que (verídicamente) en esos días mi padre, con sus cuarenta y pocos años, todavía iba muy deprisa y llegaba a rozar con los escapes de la Guzzi en algunas curvas (conmigo de copiloto). Estos amigos de Zaragoza no iban precisamente despacio tampoco. Rafa, especialmente, con su Kawa era un cohete (si habéis probado una RD 350 o una Ossa Yankee 500, por ejemplo, podéis comprenderme rápidamente, ligera y salvaje). Para mi era una delicia contemplarle. Iba abriendo la ruta y nosotros a rueda, disfrutando. Más atrás iba la Honda y, cerrando el cuarteto, la BMW. Pues nada, a eso de las cinco y pico de la tarde llegamos a la zona donde Rafa sabía que estaba la vieja frontera. Se supone que no había nada, como mucho solo una CADENITA de esas que ruedan por el suelo, algún mojón indicando algo pero ni caseta, ni guardias, ni nada importante. De repente Rafa clava los frenos y se para. Nos detenemos y veo que nos indica que bajemos. Lo hacemos y miramos lo que tenemos justo en frente. Bien, la supuesta cadenita no está, en su lugar hay una gruesa viga soldada a ambos postes (o mas bien a uno) cerrándonos el camino. A un lado, la empinada loma, al otro, casi un precipicio. ¿Y qué hacemos? Volver no, a eso nos negamos enseguida, no podía ser, encima iba a anochecer en cuestión de horas y queríamos volver a casa porque era domingo y el lunes nos aguardaba a todos. Había que saltar por allí como fuera. La Kawa no era problema pero las otras tres burras eran como tres gordas vacas. Mmmmmm, si lo hacemos aposta, ¡¡no atinamos tanto en seleccionar motos pesadas!! Pensad que la Guzzi, en orden de marcha, podía superar, fácilmente, los 330 kilos. La Honda no tanto pero también era «gordita», la BMW, pues eso, con decir BMW se entiende… Eramos cuatro adultos y un adolescente con pocas chichas. Primero probamos con la Guzzi (la idea era comenzar con la más problemática, claro) y no hubo manera. No había manera de sujetarla con seguridad. Casi nos quemamos con los escapes, otro problema. Con lo bien que lo hacen algunos ladrones y nosotros torpes y blanditos. El problema no era solo el peso. Es que la puñetera viga estaba altita, a un metro largo del suelo, ¡casi nada! Parece una tontería pero os aseguro que ni cuatro tíos podían levantar fácilmente un monstruo como la grandiosa T3 con megadepósito lleno y demás gaitas.

El caso es que San Brembo o bien el destino (Dios debe ser motero, sin duda) quiso que, sin saberlo, un par de montañeros franceses se acercaran a interesarse por aquella extrañas maniobras que estábamos practicando entre sudores y risas flojas. Estos chavales, además, estaban cachas y enseguida se ofrecieron a echar una mano. Vimos la luz. Hasta pude dejar de simular que hacía fuerza y coger la cámara de fotos.
Pasaron las cuatro motos, (una a una, claro) y dijimos algo así como «misión cumplida». Ilusos. Después de descansar unos minutos y echar unos cigarros arrancamos las motos y nos despedimos de los montañeros. Pensábamos que ya habíamos vivido la anécdota del dÌa pero no era así. A poco más de doscientos metros, justo detrás de una loma, nos enfrentamos con una curva a derechas amplia cuando de repente volvemos a parar con prisas. Me asomo desde mi puesto de copiloto y no me lo puedo creer. La curva y la recta siguiente están enterradas, literalmente, bajo una capa de nieve de alucine. ¿Resultado de un pequeÒo alud? posiblemente, el resto de la calzada está limpia. ¿Y que hacemos ahora? Con la tranquilidad que da la veteranía, Rafa y mi padre sonríen y me dicen que saque la cámara de fotos. Está claro que volver a pasar las motos por la barrera era lo ultimo que ibamos a hacer así que «er pápa» propone la única solución que ve viable: pasar andando varias veces por la nieve y hacer un caminito.

Como serán las cosas que los montañeros de antes se vuelven a presentar. Pues nada, ahí veis a unos cuantos tíos andando durante una media hora larga haciendo un caminito por una capa de nieve que, sin exagerar, podía tener más de 10 centímetros de profundidad. Yo terminé con los pies medio congelados y no tenÌa mas calcetines. Mi padre pasó de pisar la nieve, Rafa por el estilo, ellos solo daban «coordenadas». El de la Honda, los montañeros, el de la BMW y aquí un joven fueron los que se curraron el «caminito del Roncal». Una vez convencidos de que ya estaba accesible (más que nada, ya estábamos cansados de hacer el bobo) arrancamos la primera candidata, nuestra Guzzi. El bramido de su motor bicilindrico retumbaba con celestial sinfonía de megáfonos. Era, os lo aseguro, una sensación fascinante, algo insólita, sí, esa «mancha» roja entre la nieve, realmente apasionante. Creo que dije en broma que íbamos a provocar otro alud… Je,je, que gracioso el niño…

Avanza mi padre con la moto pero el equilibrio es muy precario, no basta con remar con los pies, ¡aunque midas 1’94! Afortunadamente, en esos años, la Guzzi llevaba instalada unas defensas para salvar los culatines, de esas grandes donde podías hasta instalar un puto faro antiniebla que te deje sin batería en mitad de la noche medio perdido por ahí volviendo de la Stella Alpina (esa historieta para otro dÌa). Agarramos de las defensas y vamos tirando. Suelto un momento para hacer otra foto en primer plano. Bueno, pues después de muchos esfuerzos, conseguimos pasar las motos. Habíamos perdido otra hora larga pero estábamos contentos. El resto del viaje, no merece la pena reseñarlo. LLegamos tarde a Madrid pero con una sonrisa en la cara todavía (la mía, comedida, con unos cuantos dedos de los pies medio congelados).

En fin, espero que os haya entretenido esta aventurilla de aquel lejano 88 (fue el año en que media España era de Sito y la otra media de Garriga). Me ha costado decidir qué anécdota recuperar pero esta me evoca bonitos momentos de otras épocas más sencillas, genuinas y, para mi, más felices. Sin libertad no hay vida real. Salud y gasolina. 😉

Luis Fernández «Luigi».
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