Guadalupe Araoz «Hasta Pronto Catalina». Argentina. Comenzó viajando con la mochila, hasta que se subió a una moto. Recorrí Sud, Centro y Norteamérica en moto como también parte de Europa, África y Asia. Además probé viajar en bicicleta en el continente africano, kayak y muchas otras aventuras, aunque la moto sigue siendo mi gran amor.

Continué la carretera camino a Dakar. Estaba contenta porque finalmente había terminado el cuasi infinito mar de arena. Hay personas, como Lucía, cuyo lugar en el mundo está dentro del desierto, otras que necesitan al mar, el frío, lugares soleados o vaya a saber qué otra característica a su alrededor.

Yo, como ya expliqué, necesito sol y verde; mucho verde. Si le agrego mar y montañas mejor. Sin verde me pongo triste, sin sol también. En Mauritania mi estado anímico no era el mejor, en parte por la rodilla dolorida pero también por la carencia de verde, de vida visible. Senegal me devolvía de a poco la energía. 

Súbitamente el motor dejó de ronronear. El silencio de mi moto interrumpió mis pensamientos y mi sonrisa. Aceleré con la mano, sin acelerar. Argui, como la llamaba, no quería respirar. Me estacioné a un costado de la ruta.

_¿Qué le pasa?_, pensé, _Primero debería probar la bujía y los fusibles_. No tenía la herramienta necesaria para sacarle los plásticos laterales porque la había extraviado y me había prometido comprar una en Dakar. Después de una hora logré alcanzar la bujía y cambiarla. Argui seguía sin dar signos de vida.

_¿Y entonces?_ Entonces saqué mi teléfono y le pregunté a un amigo mecánico por chat. Chequeé todas las mangueras, el carburador, las partes más obvias del sistema eléctrico y nada. No tenía idea de qué le pasaba.

Me encontraba sobre la intersección entre la ruta y un camino de tierra que llevaba hacia enormes paneles solares a unos kilómetros. No tenía ningún espacio cerca donde diera sombra, hacía más de 35° C y me daba el sol de lleno. Me había quedado sin agua una hora atrás. Mi prioridad era el agua, pero no quería abandonar a Argui. Esperaría.

Un hombre senegalés con su mujer paró su auto a mi lado. No tenía herramientas mejores que las mías ni sabía de mecánica. La mujer jamás se bajó del auto pero esperó sin quejas. Su marido intentó convencerme de que no podía quedarme sola allí porque era peligroso. En la cara se le notaba que quería agregar para una toubab (blanca), además de “para una mujer”. No se atrevió, aunque no me lo hubiera tomado a mal.

Gracias a nuestras señas frenó un autobús. El conductor quería más dinero del que yo podía pagar para llevarme hasta la entrada de la ciudad. Cuando me explicó que tenían que sacarle los baúles a la moto, me negué y siguió camino. Si le sacaba los baúles luego tendría el mismo problema que en Latinoamérica: comenzarían a aflojarse porque no tenía conmigo el líquido antideslizante para las junturas.

Cuando se viaja con poco dinero hay que atenerse a las consecuencias. El senegalés se quedó conmigo media hora sin saber qué hacer y, frente a mi insistencia, se fue. Le agradecí muchísimo pero no me ayudaría nadie si me veían acompañada.

Después de cuatro horas al sol mi terquedad se vio recompensada. Primero apareció un hombre con las ropas muy sucias cargando pastizales que resultaron ser plantas de maní recién arrancadas del suelo. Extendió el maní hacia mí hablándome en una lengua nativa. Negué con la cabeza.

Con señas le pregunté si tenía agua. Se fue como llegó, por el medio del campo abriendo terreno. Veinte minutos después volvió con una botella sucia y vieja, llena de agua turbia. Estaba mareada y la necesitaba. “La tomo y si me da diarrea luego iré al médico en la ciudad. Un problema a la vez”, pensé. Y mientras tomaba, un poco con asco y otro poco con desesperación, el señor se quedó allí intentando comunicarse sin éxito. 

Un rato más tarde volvió a pasar una de las camionetas que iban y venían desde y hacia los paneles solares, pero que nunca paraban. Esta vez frenó y se bajó un toubab que resultó ser francés y hablar inglés. Le expliqué lo que pasaba. Le preguntó a uno de sus empleados qué pensaba. El senegalés dijo que estaba roto el carburador, pero tanto el francés como yo sabíamos que no era eso.

Me dijo que en tres horas una camioneta me llevaría gratis a Dakar con la moto. Se fue pero el senegalés se quedó conmigo para ayudarme a empujarla hasta los paneles solares. Dos horas después subieron entre cuatro la moto a una camioneta y emprendí el viaje a Dakar con un empleado originario de Mali y otro de Camerún.

Me compraron agua mineral y galletas. Creo que sentían pena y admiración por mí: o estaba loca o era muy valiente. Reían y me contaban sobre sus vidas mientras, cada tanto, me miraban de reojo para chequear que no fuera un espejismo. 

Durante el viaje aproveché que sabían hablar un poco de inglés para hacerles todo tipo de preguntas. La que me viene a la mente es quizás la conversación más superflua. Pregunté en voz alta qué comen en Senegal porque mi experiencia hasta el momento había sido arroz y más arroz. Sin saberlo, había detonado una bomba.

El camerunés comenzó a despotricar contra el arroz. Al parecer era lo único que les daban:  _¡Todos los días arroz! En Camerún como todos los días algo distinto, acá lo único que te dan es arroz. ¡Estoy harto!_ se quejaba.

El hombre de Mali, sentado en el asiento trasero, se reía a carcajadas e intentaba explicarme que el arroz es rico además de barato, principal razón para que sea el alimento base de las familias en Senegal. El arroz es barato y engorda, pero por sobre todo es muy barato.

Lo sabría bien porque, junto con las baguettes de desayuno, sería mi alimento principal por cuatro meses más. Cuatro meses en los que pensaría que faltaba poco para llegar a Camerún donde comen algo distinto todos los días.

Allí fue cuando me di cuenta que poder comer cosas diferentes tan seguido era un lujo. Lujo que damos por sentado en mi país y exigimos como si fuera un derecho.

_¿Cuánta gente hay en el mundo que no se lo puede permitir? ¿Nosotros podemos porque pagamos impuestos? ¿Podemos porque trabajamos duro?_ Si la mayoría viviera en el campo y sembrara sus propios productos sería, quizás, obra de su esfuerzo.

Pero estar tan dentro del sistema actual me hace preguntarme cuánto de lo que tenemos es a causa de nuestro sudor y cuánto a causa de que la mayor parte del mundo vive con muchos menos lujos.

Cuando no viajo, me ducho con agua caliente todos los días, tengo agua potable para tomar, electricidad, wi-fi, duermo sobre un colchón, puedo ir al médico, tomar algún curso, comer cada tanto algo que no sea fideos, comprarme algún pantalón y conversar con amigas en un café que cobra dos euros una taza de té.

Viajar me hizo sonreír más por mí y llorar más por el prójimo y por los desbalances que veo. Viajar me hizo darme cuenta de lo ostentosa que es mi vida de clase media y lo repleta de lujos que está. Me sigo quejando, no voy a mentir, pero agradezco más. Y si esto ya me pasaba después del viaje por Asia y por Latinoamérica, África lo acentuó. Porque así es este continente, te cambia. Si el cambio es bueno o malo, me lo dirás tú. El cambio es, los rótulos se los pone uno.

Extracto de su libro «Africaneando»  que puedes obtener al pinchar aquí. 

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