Javier Alonso Iñarra. Ingeniero del I.C.A.I, ha desarrollado su carrera en la empresa, como consultor especializado en inversiones. Ha recorrido el mundo y continúa haciéndolo, para ello practica asiduamente el montañismo, el kayak de río y de mar, el submarinismo, y varios deportes de motor, entre los que destacan sus viajes en moto en solitario. Ha promovido sus propias expediciones, producido películas de aventuras en la naturaleza y escribe sobre lugares y viajes. Es responsable de Expediciones en la Sociedad Geográfica Española.Escritor de historias de aventuras en moto, puedes comprar su último libro «Viajes con una bolsa amarilla» pinchando aquí.

Tras varios días solitarios conduciendo por alturas y entre salares, la vista desenfocada en horizontes de suaves colores, pleno del paisaje áspero y sereno, la idea de disolverme en una ciudad grande, incluso tan moderna y con sitio tan espectacular, me resultó insoportable.

No apetecía el oropel y el ruido de las nuevas fortunas mineras del oasis de Antofagasta. Sonriente y apresurado atravesaba su costanera, mirando el paisaje de playa y puerto a un lado, y enormes bloques brillantes de viviendas por el otro, precedido del estruendo musical de un convertible manejado por un ofuscado del rap

Pasada aquella isla civilizada, adiós al tráfico y bienvenido otra vez el desierto. La carretera Panamericana corre al sur por la costa, para luego internarse hacia las montañas hasta perder el aire fresco y neblinoso de cerca del mar. Cualquier referencia de proporción humana de la ciudad desapareció gradualmente dejando al hombre y su carretera empequeñecidos ante tal generosidad de espacio y formas.

Este es uno de los lugares más secos y menos habitados del mundo, y por eso abundan los observatorios que aparecen como naves espaciales de metal brillante posadas en la montaña. A uno de ellos me dirigía. 

En el camino había algo que me interesaba ver. A este desmesurado paisaje, el hombre añadió una de sus labores a la misma escala excesiva. Una obra extraordinaria de tres kilómetros de longitud y, para algunas sensibilidades, infinita profundidad.

Sabía que debería encontrarlo hacia la costa, a unos 25 km en línea recta desde la carretera, y si pasaba cerca, su propia dimensión lo haría evidente.

Tenía que llegar allí por alguna de las pistas que salían intermitentemente de la carretera. ¿Pero cuál? No había indicaciones, a nadie podía preguntar y ninguna de las marcas rodadas que partían de la carretera daba la impresión de ser diferente a las otras: rodadas polvorientas que se perdían en el próximo cerro, adelgazándose según se alejaban hasta ser solo una línea fina en su paso por la última altura que llegaba a divisar. 

Los kilómetros pasaban entre dudas de si algún desvío anterior era más adecuado, hasta que di con una pista que parecía bien. Por ella atravesé la meseta en dirección al Pacífico hasta que el relieve trajo más interés al paisaje.

La tierra parda, sin vegetación, empezó a quebrarse en nuevos colores, vistos desde la moto como un difuminado arcoíris de tierras contra el cielo más azul. Y con ello la temida arena, primero en pozos, luego en lenguas, y más tarde rellenando la huella de la pista que aprovechaba un antiguo cauce, retorcido entre cerros de formas caprichosas. 

Conducía absorto en el suelo, de pie en los estribos, y repitiéndome entre dientes, a veces en voz alta, la misma frase, el contenido de lo que buscaba: la inscripción gigante en el suelo de un valle escondido. Hecha y mantenida trabajosamente con excavadoras que han trazado un texto en la arena con 13 letras de 400 m de altura: ni pena ni miedo. Así, sin siquiera mayúsculas.

Raúl Zurita, su autor es un artista chileno. Duramente represaliado por el régimen de Pinochet, se dio a conocer protagonizando acciones artísticas exageradas y absurdas, expresando su «impotencia frente a la realidad», para llegar a ser un poeta reconocido con el Premio Nacional de Literatura de Chile.

Fue en la época intermedia, hacia 1993 cuando creó este geoglifo, esta poesía visual. Y su intención era cambiar el destino del lector a partir de las palabras propuestas y de su arquitectura, hacer trabajar su cuerpo y su espíritu hasta considerarse él mismo como contenido. 

Llevaba ya lo que calculaba como la mitad del camino, y el fuerte sol y el esfuerzo de manejar la pesada moto en la arena me pidieron parar y refugiarme medio tendido a la sombra de la máquina.

Era noviembre, primavera allí, y nada había más propicio que la serenidad vacía de aquel lugar desolado para sentirse un ínfimo punto tratando de abarcar el universo. Y allí estaba, perdido en un desierto, en busca de un mantra escrito en el suelo. 

Mientras fumaba un cigarrillo, miraba el camino arenoso de vuelta. El cauce seco de una tormenta, la cicatriz del paisaje. Ni pena ni miedo, pensé otra vez al subirme en la moto. Buena bandera para una vida. 

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