Raquel Arranz. Reichel Indomable, como mucha gente le conoce es madrileña e ingeniera de Telecomunicaciones. Un día descubrió que vivir no consistía en pasar el día encerrada en una empresa y viajar un mes al año, por lo que decidió dar un cambio radical.
Comenzó a viajar por Marruecos, Tailandia… ahora está recién llegada de Senegal, hasta ahora su viaje más largo en moto. Pero como ella misma dice «seguro que no será el único»

Marruecos fue mi iniciación a los viajes en moto y también lo iba a ser para los viajes off-road sobre dos ruedas. Me encontraba contenta, nerviosa, emocionada… pero a la vez asustada ante la idea de ir desde Nador a Merzouga por pistas, alrededor de 700km.

Miles de pensamientos rondaban mi mente.

_¿Tenía la suficiente experiencia como para poder pilotar mi pesada y bajita moto por los diferentes terrenos con los que nos iríamos encontrando?, ¿sería capaz de aguantar el ritmo de mi experimentado compañero? me preguntaba constantemente.

Solo había una forma de responder mis dudas y era intentarlo.

El viaje estaba “planificado” sin ningún plan, solamente una tienda de campaña, una bolsa de agua, un hornillo para cocinar y la firme idea de no conducir ningún día de noche. 

Los primeros kilómetros transcurrieron por carretera, después empezaron a aparecer pistas  de tierra y con ellas, lo que para mí sería un reto personal. Avanzaba lentamente, los brazos mostraban mi tensión al conducir, pero mi eterna sonrisa bajo el casco no se borraba de la cara. 

Así transcurrieron varios días en los que las únicas preocupaciones eran conseguir lo básico: comida, agua, gasolina y un lugar donde poder dormir. Cada día ocurrían anécdotas diferentes, disfrutábamos del espectacular atardecer y de la tienda: «el hotel de un millón de estrellas». Me sentía feliz y libre por fin.

Una tarde, al contrario de lo que habíamos acordado inicialmente, empezaba a caer el sol, pero no encontrábamos ningún sitio donde poder montar la tienda, ya que había demasiadas piedras y rocas. Tras un largo rato buscando, divisamos un hueco entre unas palmeras, nos pareció un buen lugar para pasar la noche, cenamos para recuperar fuerzas y a dormir. No sin antes escuchar ladridos de un perro que no sabíamos si estaba cerca o lejos. 

Al día siguiente, al despertar, asomé mi cabeza por la tienda y vi una casa a unos cuantos metros de donde estábamos. Se acercó a saludar una mujer sonriente, me agarró del brazo y me llevó a visitar el palmeral. Desde fuera no se apreciaba, pero… ¡era enorme! Recolectamos zanahorias, cilantro, dimos de comer al burro y subimos a una palmera para recoger dátiles. Fue extraordinaria mi primera vez cogiéndolos y comiéndolos tan frescos.

Fátima, por ponerle un nombre, (porque ojalá me acordara de él y de todas las palabras que me fue traduciendo al bereber  ¿o era árabe?),  recogió unas hojas de palmera.  Yo no comprendí muy bien para qué las querría. Salimos de allí y nos sentamos cerca de la tienda, en el suelo, donde me enseñó a fabricar cestas con estas hojas, que servirían para poder llevarnos los dátiles.

Les dimos unas galletas de chocolate como una pequeña muestra de gratitud por la experiencia vivida. Y salí de allí feliz, como una niña que lleva toda la mañana haciendo manualidades.

En ese viaje aprendí a fluir, a no tener prisa por abandonar los lugares, sino disfrutarlos junto con su gente, a dejarme llevar por mi instinto. Y por supuesto, me enamoré para siempre del desierto. Lograr llegar hasta las dunas después fue un premio y la confirmación de todos mis pensamientos tras las sensaciones vividas.

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