León Bocanegra, 42 años, Barcelona. Viajero solitario a tiempo completo aunque esté varado. En moto desde los últimos 12 años. Lo que más me gusta son los viajes de motoaventura, donde la autosuficiencia es la característica principal. Desde hace 4 años tengo una Yamaha xt660z Teneré con el que estoy encantado. Saltamontes, se llama. Y todo lo que hacemos lo filmamos y lo contamos en nuestro canal de youtube, León Bocanegra. nos gusta contar historias, principalmente por que es la mejor manera de estar viajando siempre. Balcanes, centroamérica, Túnez, Marruecos varias veces o ir a Cabo Norte desde Barcelona off-road son los últimos viajes en moto. Este relato es de hace 10 años, una historia que nunca he contado, creo que ahora puede ser un buen momento para hacerlo. 

 -«Ninety thousand kips per day», contraataco, esperanzado. 

 Los dientes perfectos del hombrecillo me tienen fascinado.

-“I´m sorry my friend… Laos no barato como Thailandia.”-

-“Pero el precio de las cosas lo ponen las personas, tú eres una… así que pon uno bueno para los dos y alquilaré la motocicleta una semana en lugar de cinco días.”

Estoy en Pakse, al sur de Laos. Mi admirado hombrecillo es un duro negociador. Reparte estrategia y encanto a partes iguales. Inteligente, despierto y con una seguridad en sus capacidades que casi no deja grieta por donde colarse a hurtadillas. ”Doscientas setenta mil kips día último precio”; negocia haciendo los números con sus menudas manos,  y señalando a su pulcra vivienda sentencia: “Si no esta noche no bum-bum!“ acompaña cada «bum» con una palmada, un guiño y una sonora carcajada.

-«Bien..!, las distancias se estrechan…»

Tengo todo el tiempo del mundo. El visado me permite viajar hasta tres meses por el país, los mismos que tengo de vacaciones.  Es temporada de lluvias en Tailandia, y harto de agua me pongo a secano en el único país del sudeste asiático que no tiene salida al mar.

Laos tiene fama de ser relajado.  Después de hacer temporada en Koh Tao, una pequeña isla al sur de Tailandia necesito vararme. Las pequeñas heridas comunes derivadas del trabajo de profesor de submarinismo no cicatrizan si las remojas a diario en aguas tropicales; atraen a los temidos estafilococos que te dejan en el dique seco dos semanas con antibióticos y sin cerveza. Por suerte llego de una pieza al final de la temporada pero con algún futbolista titular en la enfermería.

Entro a Laos por el norte a pie, cruzando la frontera por Chiang Khong Port.  Pago a un barquero que parecía estar esperándome y cruzamos el rio Mekong. Justo al llegar a la orilla opuesta hay una casucha con techo de palma y el único agente amable de aduanas  de la Tierra. Compro el visado, lo engancha en el pasaporte y canjeo dinero local, las devaluadas “kips” a cambio de un buen navajazo. 

“No me importa”. Estoy de buen humor. “No todos los días entras en Laos. Una sangría de vez en cuando depura el organismo» me digo entre risas. 

Pactamos veinte dólares diarios al cambio por el alquiler de la motocicleta. Es una semiautomática de fabricación china de 110cc. Está en bastante buen estado. De color verde, tiene un cesto delantero muy práctico y espacio suficiente en el asiento de atrás para transportar una bolsa estanca de 8 litros dónde llevo un bañador, una camiseta y una chaqueta de chándal como prenda para el frío; el cepillo y la pasta de dientes, un pequeño bote de jabón, una toalla, una sábana y la cámara de fotos.

Cuando le explico a mi primer amigo laosiano, el dueño de «Ninfa», mi intención de perderme por el este del país me dibuja un mapa en media cuartilla. Cuando acabo el recorrido una semana después me maravillo por su exactitud y lo quise conservar. Pero como casi todos los objetos que pasan por mis manos están condenados a ser castillos de arena, lo extravío al poco de perder su utilidad. 

He navegado Mekong abajo durante tres días en una barcaza de madera y dormido en casas particulares hasta llegar a Luang Prabang:  la ciudad donde los sueños de los personajes de los cuentos cobran vida.

 Éste sorprendente enclave en medio de la jungla celebra en esos días el Boun Heua Fai, un festival cuyo reclamo principal es la construcción de barcos de papel, iluminados por teas de proa a popa y botados en procesión río abajo en noche cerrada.  La gente se reúne para mandar buenos deseos al cielo a través de miles de farolillos de papel y se organizan coloridas procesiones que serpentean de parte a parte de la ciudad. Todo el mundo me invita a participar, poniéndome una vela en las manos y dándome lumbre en cuanto se apaga.

Noto como el corazón empieza a latir más despacio, cada vez más… hasta el borde compatible con la vida.

Este país es paz, y sus gentes sus guardianes.

 Decir simplemente que todo va despacio es pueril. 

Aquí todo instante cobra su trascendencia. Cualquier pequeña acción es merecedora de ser vivida, y además dispongo del tesoro llamado tiempo para hacerlo. Así que me coloco la cáscara de nuez que tengo por casco y me lanzo a un viaje que me marcará profundamente. 

  “Ninfa” responde muy bien para los kilómetros que tiene y teniendo en cuenta las pocas carreteras asfaltadas que hay:  apenas los tramos cercanos a poblaciones importantes. De paisaje predomina la jungla baja; algunas veces el camino desaparece, por lo que sigo las trochas que producen las orugas de las monstruosas máquinas que deforestan la selva. Me pongo detrás de ellas y durante muchos ratos me convierto en el compañero improvisado de los rudos trabajadores forestales. Tomo té con ellos y me comunico con tres palabras en inglés, muchos gestos y decenas de carcajadas. Soy un velludo occidental objeto de pitorreo de aquellos hombres sencillos e imberbes.

Caminos, sudor, zarzas, serpientes, ulular de monos, té con sabor a gasoil. Ese es el recuerdo vivo de aquellos instantes.

El hombrecillo dueño de «Ninfa» me da valiosos consejos antes de empezar.  El área que voy a explorar está poblada sólo por pequeñas aldeas y además muy diseminadas. No hay infraestructuras turísticas de apoyo.

Pero me enseña a relacionarme con sus paisanos.

 Sabaidi! 

Al verme aparecer por el pueblo llegan primero los ruidosos diablillos con su desenfado habitual; Me lo tocan todo, esa es su obligación. Acto seguido llegan los parsimoniosos adolescentes rezándose confidencias al oído en grupos de dos máximo tres, un punto recelosos por la pinta que hago y por su condición de adolescentes. Y poco después siempre aparece algún adulto. A este último dirijo un saludo.  Siempre me dan la bienvenida con una sonrisa, mientras se acercan para echar el rato. 

Veo muchas serpientes, la mayoría cruzando la carretera.  Les tengo un pánico atroz. Me encantaría que me gustaran. Nunca tuve una mala experiencia con éstos misteriosos animales, incluso he salido a buscarlas expresamente; Con la ayuda de un guía local y durante dos días rastreamos a la gran anaconda en las selvas de Leticia, en la amazonia colombiana.  Busco hasta dar con una sobrealimentada pitón de cuatro o cinco metros en un templo en Myanmar…  Me cuentan que es la reencarnación de un respetado monje, y los habitantes de Bagán la veneran.

Mira que hay animales para reencarnarse.

 Es una relación atávica de amor y miedo; Su simple visión me eriza el vello del pescuezo y tengo que luchar contra una fuerza invisible que me paraliza.

Una tarde, el dueño de un chamizo de madera y uralita dónde me alojo me ofrece un palo de un metro de largo con terminación en horca. Acudo a él recomendado por paisanos.  Me dice que es para mantener a raya a las serpientes, que salen a cazar ratones por las noches. –“Son grandes, pero no son venenosas”.

-“Pero cómo de grandes?” Mi casero da dos pasos seguidos lo máximo que le dan las piernas.

«Eso es muy grande…» mascullo impresionado.

 Me da por pensar en Batman al escoger su disfraz de murciélago.

Y tengo muy claro cual sería el mío si fuera un superhéroe.

 Snakeman. Aunque suena un poco a producto de la teletienda.

Esa noche no puedo dormir. Tengo sueños distópicos con enormes serpientes que se ríen de mí.  Una de ellas fuma. Otra conduce una enorme máquina desbrozadora. Miles de ellas se retuercen en un mar de hierba.

 La atmósfera de la pesadilla es muy inquietante.

Cada día encuentro dos o tres pueblitos, incluso un hotel destartalado donde dormir una noche en un cruce de carreteras con cierta relevancia. Todo era más fácil de lo que imaginé en un principio. La gasolina la compro embotellada en los lugares señalizados por las mismas botellas como en todas las zonas rurales del mundo cuyos habitantes tienen motocicletas para desplazarse.

  No hay variedad de comida,- con la omnipresente ensalada de papaya picante y la ubicua barbacoa vespertina engaño al estómago.

Oteo a lo lejos un conjunto de casas. Llevo toda la mañana sin ver a nadie, y de la euforia acelero. Conduzco de pie en una motocicleta diseñada para la ciudad y el asfalto. Meto las ruedas de “Ninfa” en unos surcos de tierra resecos hechos por maquinaria pesada y me voy al suelo. Al no llevar guantes me hiero las palmas de las manos, nada de gravedad pero aparatoso. Rompo el carenado de “Ninfa” y también la visera del casco. El caso es que a cincuenta metros del lugar del tortazo hay un puesto de la Cruz Roja donde me curan con dedicación. Ni vi ninguno antes ni lo vuelvo a ver después. Sólo veo uno y es justo allí, donde lo necesito.

En estas comunidades rurales la distribución de las casas es anárquica, construidas en madera, uralita y hojas de palma. La construcción comunal es de bloques de hormigón, y hace las veces de escuela, local de fiestas y sede de reuniones donde debaten a diario los asuntos cotidianos.

A propósito de las fiestas.

Los jóvenes se desplazan en sus motocicletas por los mismos caminos que yo transito entre las comunidades cercanas a las suyas para asistir a esas verbenas de alcohol barato, música atronadora y bailes estilo posesión demoníaca. Esto sucede una vez los mayores han cantado su repertorio de karaoke y se van a casa caminando lentamente y comentando los últimos chismes.

Me encuentro un sábado por la tarde en una de éstas, y entre ronda y ronda pierdo mi teléfono.

Al darme cuenta del desastre y con el entendimiento nublado por el exceso de alcohol de mala calidad fijo la vista en el suelo y me abro paso a empujones. Intento recordar dónde he estado trazando un itinerario mental. Cuando llego al punto número dos me pregunta un muchacho con el que ya había hablado poco antes de cosas triviales.

-“Buscas algo?”

-“He perdido mi teléfono” le respondo a gritos, a causa del volumen de la música;  “se me ha caído, no sé dónde.”  No quiero mencionar la palabra «robado” porque me violenta.

-Abre los ojos como platos de puro interés, me agarra el antebrazo y me pregunta: “Cómo es?”

Se lo describo.

 Hace de mi problema el suyo.

Con energías renovadas, sigo buscando. Me fijo que el muchacho no tarda nada en formar un pequeño ejército de cinco o seis amigos. Se dispersan y mirando al suelo peinan el recinto. 

Paran súbitamente la música infernal. El speaker que anuncia con bastante poca gracia todo tipo de actuaciones, rifas y chistes me señala diciendo algo parecido a…-“A ver, peña, que el guiri ha perdido su teléfono. Si alguien lo encuentra que sepáis que es suyo, a ver si se le quita esa cara de panoli preocupado. Gracias a tutti. Rock and Roll! 

De lo siguiente que tengo memoria es de ver a un grupo de unos diez cachorros viniendo hacia mí. El del centro, el más pequeño, trae en sus manos dispuestas a modo de bandeja mi teléfono. Los demás tienen posada una mano en sus hombritos queriendo formar parte de lo que parece ser un acto importante.

Y me lo devolvieron.

Inmediatamente libero toda la tensión en forma de risas, abrazos y brincos. Acabamos unos cuantos haciendo la croqueta por el suelo.

Y ya no me acuerdo de más.

Bueno sí, esa misma noche me ofrecieron una joven en matrimonio. Una muy joven. El ambiente de verbena se presta a las amistades eternas y a las propuestas extravagantes de escaso recorrido.

 Nada del otro mundo.

 Cosas que pasaban no hace tanto en mi propio país.

Obviamente rehuso el ofrecimiento.

Pocos días después aparco a “Ninfa” a la entrada de una de las cuevas navegables más largas del mundo, la Gruta de Kong Lor.  Navegar en el más absoluto sigilo me conecta con mi primer archivo de pensamientos; observar las imposibles formaciones calcáreas y desembarcar en cualquier orilla de aquellos inconcebibles siete quilómetros es algo irrepetible. 

Me quedo varias veces varado con mi barquero en el corazón de la montaña, a oscuras y con el agua helada por las rodillas; empujamos la canoa hasta liberarla de la trampa en los tramos dónde el caudal menguaba.

Marcho por una pista ancha de tierra color rojo namibio muy cerca de la frontera con Vietnam, a la altura del lago Dak Cheung; Eufórico, he solucionado el problema de los insectos voladores suicidas. Se cuelan por todos los orificios de la cara, convirtiendo el viaje en una tortura a partir de las seis de la tarde.

Paro en un comercio de carretera de un pueblito sin nombre para mí. Busco por todos los rincones de aquel museo de objetos raros algo que pudiera protegerme los ojos hasta que encuentro unas gafas de lectura sin apenas graduación, de esas que sirven para hacerse el intelectual como las de Sánchez-Dragó. Se convierten en mi posesión más preciada a pesar de faltarle parte de una patilla. Me las empotro en la cara con la ayuda de unas gomas de pollo y conduzco pensando divertido que soy el ser más afortunado del sudeste de Laos cuando de repente veo aparecer a lo lejos un hombre. Ocupa el centro del camino y me da el alto como lo hace un policía, levantando una mano. La diferencia con otros altos es su semblante.

 Sereno. Hoy lo sigo recordando.

 Veréis por qué.

Me pongo a su altura. Es evidente que no es policía. Va semidesnudo con unos pantalones thais de color sangre seca i unas hawaianas blancas. Tiene las cuatro extremidades larguísimas. Al pertenecer a otra raza me resulta muy difícil calcular su edad, quizás cincuenta. Tiene todo el torso tatuado con motivos religiosos.  Sale de una solitaria casa de madera sin pintar, situada allí mismo; Una isla en medio de un mar verde.

Me mira con un ojo normal y otro con una mancha marrón que le ocupa media esclerótica.

Estoy cansado, y mis movimientos son lentos. Aún tenía que frenar del todo, no caer al suelo por la inercia, acertar a accionar la pata de cabra…

-“Deberías querer a tu madre.” Sentenció taladrándome con esos ojos raros.

La vista se nubla. No recuerdo ver nada. Sólo el azul del cielo teñido de jirones de nubes hasta que el lienzo se empaña de agua con sal.  Quiero rehacerme, luchar contra la sensación de profunda tristeza que me invade y la vergüenza de llorar delante de un extraño, aunque la resistencia dura apenas unos segundos. Me tapo el rostro con el interior del codo, apoyo la frente sobre el averiado cuentaquilómetros y me entrego al llanto.

Así, tal cual.

Estoy pasando una época muy difícil a nivel familiar.

Al rato veo que vuelve conmigo, no me dí cuenta que se había alejado, quizá para dejarme con mi intimidad.

Me pasa el brazo por los hombros y me dice: “Te apetece una cerveza fría”?

Me siento muy ligero, como flotando. Me coge de la mano, algo muy habitual en aquellas tierras, signo de amistad.

No tengo el valor de preguntar “por qué”.

Sé que él tenía que hacerlo, y preguntárselo viendo su temple me pareció una obviedad.

Nos sentamos en su terraza rodeada de plantas leñosas, y al instante sale una mujer de grandes ojos color azabache; creo que más joven que él: Es su compañera. Nos sirve unas cervezas y unos cacahuetes fritos; se mantiene en un discreto segundo plano, permanece cinco minutos y discreta deja la escena.

Pong es tailandés. Ha sido monje budista cuatro años. Hablamos y hablamos, de todo, le escucho durante horas. Y cuándo ya estamos bien cocidos me ofrece quedarme a dormir.

Me golpeo con todo el mobiliario y trepo a la hamaca del jardín que Pong me indica como dormitorio. Una vez arremetida la mosquitera me quedo profundamente dormido. Esta noche sueño de nuevo con serpientes. Me intimidan, pero creo que esta vez no me han visto; me hacen sentir muy vulnerable.

A la mañana siguiente desayunamos arroz con pollo en la terraza. He descansado muy bien.  Hablamos de filosofía budista, de los diferentes cielos e infiernos que existen, y como transitar entre ellos.

-“Me gustaría que hicieras algo.” Quiebra la conversación, de pronto.

-“El qué?”

-“Que vayas a una cueva, no está lejos.”

-“Que hay? Por qué?”

-“Dentro de esa cueva hay algo que me gustaría que vieras. Hazle una foto para que yo sepa que lo has encontrado. Y cuando la tengas vuelves, está a apenas veinte minutos.”

-“De acuerdo”. Respondí, encantado por lo que fuera que estuviera pasando. Me encontraba fuerte y dispuesto.

Confiaba en él.

Desando el camino que ayer me trajo hasta la casa de Pong y al poco encuentro una rudimentaria arqueta de riego en la cuneta izquierda según marcho. Aquí debo girar y agarrar una trocha que paulatinamente se va estrechando y empinando. Los gruesos guijarros me aconsejan ir con cuidado, golpean a Ninfa sin piedad en los bajos.

No hay pérdida. El sendero trepa por la ladera hasta justo la base de un gran muro de tierra, dónde veo los escalones que esperaba encontrar. Allí dejo a Ninfa y continúo andando.

Bajo los escalones, me pego al muro y lo sigo por su base. A los cincuenta metros localizo la entrada de la cueva. Es una simple obertura en forma de media luna. Soy como una de esas piezas que los niños tienen que meter en un juego de clasificar figuras.

 He llegado a la cueva misteriosa.

Me encajo en la media luna y me arrastro hasta llegar al suelo ya en el otro lado. La caverna se ensancha de golpe, la luz se filtra por multitud de orificios por lo que no me cuesta ver unos agujeros a modo de escalones picados en la roca y que bajan directos a un pequeño cauce que resuena más abajo. Este torrente serpentea hasta un pequeño saliente por donde cae un metro en cascada. Aquí se forma un pequeño estanque. En el centro del estanque yace una gran losa, y en su centro un buda muy básico tallado en madera.

“Ve detrás del buda, y mira”.

Me descuelgo por la cascada. Tengo los pies congelados. Estoy en el buda.  Me asomo detrás y veo una cajita de madera lisa, sin grabados, con un cerrojo dorado de latón.  El corazón me late desbocado.

La cojo, no pesa; la abro, está vacía. Me decepciono.  Busco alrededor de forma instintiva.

Nada.

Dejo la cajita en su sitio y le hago unas fotos, pensativo. Quiero salir al exterior para calentarme al Sol, estoy temblando de frío; Al salir, el Sol me apuñala los ojos. Me fumo un cigarro junto a “Ninfa” de cara al calor con los ojos cerrados. No sé si Pong es un asceta loco, un hombre sabio o soy su pasatiempo de éstos días.

Sonriendo, tranquilo, y pensando en la suerte que tengo por poder viajar y dejarme llevar tomo el camino de nuevo y en un corto paseo llego por segunda vez a la casita de madera de Pong.

Al oír a “Ninfa” sale a buscarme. Me parece que había pasado un año! Que sensación más extraña.

-“La encontraste?”

-La cajita? “Si.”

-“Enséñame la foto”.

-“Por qué me has mandado allí?”  Le pregunto, divertido.

Pong me contesta, en apenas un susurro, la mayor y más importante lección que he recibido nunca:

-“Quiero que metas en esa cajita, que ahora ya te pertenece en fotografía,  aquello que aún no tienes y que me hizo salir a tu encuentro”.

 “El amor que todo hijo debe tener a su madre”.