Gonzalo Cordero Sanz: Estudié derecho pero terminé dedicándome al mundo de los viajes. Ya fueran reales o imaginarios siempre me gustaron los espacios abiertos, las carreteras de tercera y los fuegos al anochecer. Socio de Ambarviajes, empresa de viajes de aventura, creada en el año 1993 me dejo llevar por el mundo en busca de nuevos o viejos  lugares donde disfrutar. He participado en algunas aventuras cinematográfica como guionista y productor como  «La última aventura del gandul», la historia de un naufragio, o «La primera ola» un recorrido por los míticos inicios del surf en España.

Había llegado de Nepal la noche anterior y aún tenía la ropa sucia dentro de la mochila. De hecho, ni siquiera la había abierto. Tumbado en la reducida buhardilla de Lavapies, mirando las vigas de madera del techo y escuchando a Erik  Satie, dejaba pasar los minutos sin pensar en nada.

Estaba en ese estadio extraño de nebulosa y confusión que me provocan los regresos a casa. Un viaje de trabajo me había mantenido un mes y medio pateando las montañas de los Annapurnas en busca de caminatas nuevas para la agencia de aventuras en que trabajaba y, de vuelta en mi pequeño refugio de la ciudad, me disponía a sumirme en la más absoluta inoperancia.

En esa especie de trance placentero me hallaba cuando el teléfono comenzó a sonar de forma insistente. Me giré hacia el lado contrario tapándome con la manta y dejando que los molestos tonos intermitentes se dieran por vencidos.

No sé el tiempo que transcurrió, ni cuantas veces llamaron al teléfono antes de abrir de nuevo los ojos, pero ya estaba entrada la tarde. La exigua luz que se colaba por las diminutas claraboyas del tejado iba desapareciendo y el saloncito había caído en la penumbra. Levanté el auricular y me quedé en silencio. Una voz conocida sonó al otro lado:

_Gonzalo, Gonzalo ¿estás ahí? Soy Álvaro_ Tardé un poco en contestar, la larga siesta me había dejado la voz pastosa y el cerebro aún más lento de lo habitual y me costaba articular palabra.

_Sí, Álvaro, soy yo_ respondí

_Menos mal, creía que no te pillábamos o que seguías por Nepal, llevamos toda la tarde llamándote.  ¿Tienes la moto con batería?_

_No lo sé, imagino que no. Ya la conoces_

_Pues ponte a ello. Mañana nos vamos de ruta a Marruecos_

Me quedé un momento reflexionando, tenía una herida infectada por una mordedura de una sanguijuela en el gemelo y debía ir al médico. La pierna tenía un aspecto regular, no parecía buena idea salir escopetado al día siguiente.

Sin embargo, como un fogonazo fulminante, a mi retina volvió por un momento la imagen de unos moteros que me había cruzado, hacía unos pocos días, con sus Royal Enfield cargadas de equipaje, viajando por las laderas de los Himalayas. Mi mirada se fue tras ellos hasta que doblaron la curva de la pista que les hizo desparecer.

La tentación era grande. Viajar en moto se había convertido para mí y para mis amigos, desde muy jóvenes, en nuestra forma habitual de movimiento. No sé cómo empezamos, creo que fue casi sin quererlo, como si una tendencia natural, instintiva, nos hubiera llevado a que aquellos cacharros de dos ruedas se convirtieran en nuestros únicos medios de transporte.  

Estrictamente hablando y para ser sinceros, creo que no éramos unos auténticos aficionados al motociclismo. Apenas sabíamos, ni supimos nunca, de motos ni de marcas y menos de modelos. Éramos nulos en mecánica, suficiente para nosotros era conocer donde estaba la abertura para echar la gasolina y el visor para saber si tenían aceite.

Por otro lado, y en nuestro descargo, sí sabíamos las mil maneras y trucos de empujarlas, saltar sobre  ellas y meter segunda para lograr que arrancaran los viejos motores, pero aparte de eso, poco más. Jamás habíamos acudido a concentraciones moteras, ni se nos ocurría salir a hacer curvas los domingos por la sierra.

Nuestros viajes nunca tenían vuelta en el mismo día. Era impensable dado que las resacas y nuestra indisciplina vital nos impedían levantarnos antes del mediodía. El equipamiento que gastábamos dejaba mucho que desear en términos de comodidad y sobre todo de seguridad, guantes de jardineros, chupas de segunda mano compradas en el rastro y cascos abiertos llenos de golpes, en resumen: paupérrimo.

Las motos iban a juego con nuestra indumentaria, unos hierros de tercera o cuarta mano cargados de años y kilómetros, que algún amigo sarcástico, nos recomendaba siempre aparcar lejos de los contenedores de basura, no fuera a ser que se las llevaran los servicios de limpieza. 

Habiendo aclarado que no éramos lo que se puede considerar unos motoristas muy preparados y minuciosos, y que si hubiéramos pretendido dar la vuelta al mundo, no creo que hubiéramos llegado muy lejos, de alguna manera las motos marcaron nuestra forma, no solo de disfrutar la vida, sino también de entenderla.

Provocaron en nosotros una habitual e inextinguible tendencia al nomadeo, que nos ha acompañado hasta hoy. Daba igual si era invierno o verano, sin planes ni planos nos echábamos a las carreteras comarcales carentes de rumbo ni objetivo alguno y con los pequeños equipajes sujetos por pulpos baratos. 

Conducíamos con los cascos abiertos a través de los olores de los bosques, la humedad de las umbrías y los lejanos horizontes de los páramos. Cuando el sol apretaba era tiempo de detenerse y zambullirnos en algún torrente de aguas heladas, de dejarnos secar al sol cual lagartos, de mirar el cielo entre las copas de los árboles.

Nunca había prisa, no sabíamos dónde íbamos. De pueblo en pueblo, de botellín en botellín, de paisano en paisano transcurrían las horas hasta que la noche nos sorprendía sobre el ronroneo de las motos. Entonces buscábamos un lugar para dormir, cualquier pensión nos valía. Y así, día tras día, continuábamos en un viaje atemporal que sólo podían, y solían, detener las habituales averías de nuestros hierros achacosos. 

Por el ruido y la vibración podíamos detectar cuando empezaba a ir mal alguna de nuestras cabalgaduras, y hablo de cabalgaduras porque los sonidos que salían de las motos, eran más de animales doloridos, de pencos entrados en años, que de máquinas insensibles. De cualquier manera les teníamos cariño, y a riesgo de que nos tomase por locos algún viandante, mimábamos las motos, hablábamos con ellas.

Las gritábamos e incluso, a veces, cuando se ponían tercas como mulas, hasta las pateábamos para hacerlas entrar en razón y tratar de que arrancaran. Normalmente no daba resultado. La imagen de uno de aquellos cacharros subido sobre la grúa que la llevaría de vuelta a la ciudad, se repetía tan a menudo que dejó de molestarnos. El  equipaje se echaba sobre otra moto y alguien continuaba viaje con un paquete en la grupa.  

Creo que rodábamos sobre nuestras motos como aquellos locos y sus viejos cacharros en una carrera deliciosamente absurda, buscando la inutilidad de cada segundo, huyendo de todo lo práctico y productivo, intuyendo que tras cada curva había lugar para lo imprevisible, cualquier pequeña cosa podía ocurrir y nosotros queríamos estar allí para disfrutarla.

Nos reíamos de las teorías y de los teóricos pero, sobre todo, nos reíamos de nosotros mismos. Esa era nuestra tácita premisa, de la que nunca hablamos, pero que nos acompañó siempre, nada tenía importancia y menos nosotros y nuestras motos.

Si estoy seguro de una cosa es de que nada hubiera sido lo mismo, ni siquiera nosotros, si aquellos viajes, aquella vida, la hubiéramos hecho dentro de un coche. Viajar en moto nos sumergía en una soledad intensamente poblada. Nadie te habla pero los sentidos apenas pueden abarcar el aluvión de sensaciones.

Las imágenes, los olores, cada recoveco del camino son únicamente para ti, solo puedes fijarlos en tu retina por un instante y dejarlos ir. Todo es efímero en la ruta, no hay tiempo para recordar el kilómetro pasado ni el que está por llegar, tan sólo esa curva que tienes delante es importante, tumbas ligeramente y al salir a la recta, un pequeño campo de labor te regala el aroma de un trigo recién segado mientras un buitre sobre vuela la carretera.

Pero esa sensación única también desaparecerá pocos metros después, cuando encares el siguiente giro de la sinuosa carretera. Y al final del día, al llegar al bar de un pueblo cualquiera, nadie hablará de esos íntimos momentos personales, los torreznos, las banderillas y el vino se convierten en la siguiente curva de nuestra ruta. 

He de reconocer que era tentador el viaje hacia África pero no era mi momento. _Mira, Álvaro, llegué anoche y ni siquiera he deshecho el equipaje, tengo un gemelo infectado por la picadura de una sanguijuela y dudo mucho que mi viejo cacharro esté dispuesto a arrancar después de mes y medio parado. Creo que esta vez me quedo_.

_Vamos, hombre_contestó Álvaro_. Ve al médico mañana por la mañana y que te de algo, un antibiótico o lo que sea. Hay tiempo, no saldremos temprano, ya nos conoces. Lo de la batería sabes que no es un problema, hay buenas cuestas en tu barrio para empujar. Entre todos la arrancamos.

_Uff, no sé, no lo veo claro_. Un ruido sobre mi cabeza me llamó la atención, miré a la ventana abierta del techo y descubrí un enorme gato atigrado mirándome, su cabeza estaba dentro del velux abierto, las pupilas fijas en las mías como si quisiera decirme algo, tenía una postura sospechosa, las patas replegadas pero en tensión parecían esperar el momento idóneo para saltar sobre una presa.

Me retiré prudentemente con el teléfono en la mano, él se giró sobre sí mismo, dio una vuelta alrededor de la ventana del tejado, dio un salto, fijó la posición y comenzó a orinar encima del sofá. Una lluvia amarilla de fétido olor empapó el lugar donde acababa de estar tumbado. El felino marcaba el territorio, evidentemente no estaba de acuerdo con mi vuelta a casa._Será cabrón_. 

_Gonzalo ¿me estás escuchando?_ escuché al otro lado del teléfono. 

_No, perdona, nada no pasa nada_ Dije con la mirada fija en el gato que había vuelto a colocarse en la postura inicial pero esta vez bufaba amenazante, sus garras retractiles brillaban fuera de su lugar de reposo, su tamaño parecía haberse duplicado. Traté de escrutar qué escondía tras sus ojos amenazadores. ¿Acaso existía un contubernio entre el felino y mi destino? ¿Era yo mismo quizás quién sobre la ventana me observaba amenazante?

No soy supersticioso, pero algo me daba mala espina. Permanecí en silencio tratando de ordenar las ideas.

_¿Gonzalo? Te he perdido ¿me oyes?_ insistió Álvaro.

_Si perdona, es solo que… _dudé un momento _Olvídalo, de acuerdo, tengo que organizar un poco las cosas pero creo que sí, será mejor que vaya con vosotros._ En ese instante observé que el felino replegaba las garras y relajaba la musculatura.

_¿Tienes la carta verde?_ de nuevo Álvaro al otro lado.

_No, ¿qué coño es eso?_

_Nada déjalo. Mañana a las dos debajo de tu casa. Lleva las latas de gasolina de las alforjas, te harán falta_.

Colgué, mi mirada recorrió el pequeño hogar en el que apenas iba a pasar unas horas. La mancha amarillenta sobre el sofá, la pila de libros esparcida por el suelo, el macuto aún apoyado en la pared y el casco de la moto que colgaba detrás de la puerta. El gato había desaparecido de la ventana y las primeras estrellas aparecieron en el oscurecido cielo.

Cuando estoy en puerto viajo a través de la literatura. Fui fundador de la editorial Varasek Ediciones, coeditor de Cartográphica y colaborador con relatos de viajes en la editorial La línea del horizonte.

Ahora espero que en España permitan llevar la tabla de surf acoplada a la moto para poner rumbo al sur y comenzar mi viaje perfecto, mi verano sin final.  Siempre hacia el sur, con el viento en la cara, en busca de olas, hasta llegar, cuando comience al verano austral, a Ciudad del Cabo.