Cuando Gustavo me pidió escribir algún texto para intentar aportar un rato de distracción al personal, aprovechando la necesaria cuarentena que nos ha tocado vivir, me pareció una idea genial. Cuando después, tanto «El Barry», Marcelo Barrilero, como «El Zombie», David G. de Navarrete, se descolgaron contando alguna batallita que habían vivido conmigo, ya fue una cuestión de «honor».

La historia que voy a contar es una parte muy poco conocida de mi vida motera, y aunque la publicó Juan Ramón Lucas en la columna de Solo Moto que escribió durante un tiempo, a cuenta de que yo se la conté un día con unas cervezas en la mano, no dio detalles de quién era el «protagonista» de la historia.

Tras años de viajar en solitario, me decidí a hacerme socio del Real Moto Club de España, donde conocí a Ricardo y Lola, el Miguelón y Amparo, el Profe, el Barry, Fredy, El Piraña, Dino, el Moriwaki…. La verdad es que nos juntamos un buen grupo con ganas de montar en moto. Empezamos a participar en el entonces Trofeo Nacional de Turismo, hasta el punto de que lo ganamos en el año 94. Aquel año, también organizamos el mayor trofeo de turismo que jamás se haya organizado, el Trofeo Social de Turismo del Real Moto Club de España.

La cosa consistía en acudir cada fin de semana a alguna de las concentraciones que salían anunciadas en cualquiera de las revistas del motor o en los calendarios de federaciones y moto clubes con una sola condición, solo se podía asistir a una por fin de semana. Yo quedé tercero con 39 concentraciones selladas en mi libro de ruta, dos o tres menos que el Miguelón que quedo segundo y que a su vez tenía otras dos o tres menos que el Profe, que ganó el trofeo. Si tenemos en cuenta que un año tiene 52 semanas y que hicimos un «pacto de caballeros» para no puntuar los dos últimos fines de semana del año, que coincidían con las Navidades, es fácil darse cuenta de los pocos fines de semana que nos quedamos en casa sin viajar.

Estamos a primeros del 95 y el aparente buen ambiente del R.M.C.E. está un tanto contaminado. Pablo Arranz “CAUCA”, presidente del Moto Club, dirige este con mano de hierro, no dejando que nadie tenga iniciativas para realizar actividades, en otras palabras, había que pedirle permiso hasta para ir a mear, lo que en nuestra opinión convertía al moto club en un gigante torpe y poco operativo. Nuestras ganas de organizar eventos, salidas o concentraciones se topaban con una barrera administrativa superior a la que imponía la propia ley para organizar cualquiera de estas actividades. Anclado en el pasado, estaba muy lejos del sentir de la mayoría en el cómo y qué cosas había que organizar, y solo parecía preocupado por el Moto Club como ente. En una absurda lucha por compararse al Real Automóvil Club de España, todavía hoy nos echamos buenas risas cuando recordamos una ocasión en que, hablando de estos temas yo le dije: “Es que este Moto Club…” a lo que él, casi desencajado, me cortó diciendo: “¿Cómo que este Moto Club?. ¡El Real Moto Club de España!.”

Cansados de toparnos con una barrera infranqueable, decidimos cambiar de aires. Ya el año anterior, habíamos formado un nuevo Moto Club en Carabanchel, producto de la disolución del Babia Bikes, y miembros del R.C.M.E.: el «Mototurismo Carretera y Manta», en el que habíamos empezado a juntarnos algunos jueves y en el que conocí al Cherokee, el Troll, Yoli, El Vespa, El Simpson y al que posteriormente se fueron uniendo el Sonny, Santi y Pepa, Carolo y Paloma, Valentín, el Pas Pas, La Puma y un largo etc. de colegas (sería imposible nombrarlos a todos), con los que, en los años posteriores, convertimos a este Moto Club en el más importante de España a nivel turismo, por tener cada fin de semana una buena representación de sus miembros allí donde se celebrase una concentración.

Ya en aquella época, la mayoría de los miembros que componíamos el Moto Club teníamos a nuestras espaldas viajes de altura como los Elefantes, Cabo Norte y todas las principales concentraciones que se celebraban en nuestro país, tanto veraniegas como, por supuesto, invernales, las que más nos gustaban, y es con esta gente con la que he seguido montando en moto y con la que he vivido la gran mayoría de experiencias moteras de mi vida, gente cada uno de su padre y de su madre, con distintas ideas en la mayoría de las cosas de la vida, pero con un nexo de unión: la moto y la manera de disfrutar de esta.

Por aquel entonces yo ya llevaba dos años colaborando en la sección de turismo de la revista Motociclismo, y una de mis labores era cubrir la concentración de Pingüinos en Tordesillas, que como sabréis, se celebraba todos los años el fin de semana siguiente a Reyes. Aquel Pingüinos del 95, en principio fue como los anteriores, muchas risas, cervezas, poco sueño y una paliza a hacer fotos de todos los momentos de la concentración, desde el viernes hasta el domingo, y viaje de vuelta para llegar lo antes posible a la redacción con el fin de revelar las fotos y escribir el artículo, pues salía en la revista de ese mismo martes.

Yo había ido con una Suzuki GS 500, un juguete para ir por carreteras de curvas, y decidimos volver por el puerto en lugar de por la autopista, buena idea, hasta que yendo detrás del Profe y su Pan European, llegamos a uno de los curvones en subida y veo como el tío empieza a inclinar de una manera exagerada, os aseguro que nunca he visto tumbar tanto una “Panduro”; de repente, veo como el suelo se torna cada vez más húmedo y lo siguiente es ver la derrapada de rueda trasera (encima iba acelerando el muy…), que le pega la moto y que tras controlar, le manda al carril contrario. Le faltó medio metro de carretera pero lo cierto es que se quedo de pie, con la moto incrustada lateralmente en el guardarraíl del lado contrario.

No le pasó nada hasta que llegó la grúa, momento en que se pillo la palma de la mano con el caballete de la moto al sujetarla en la plataforma; primeras curas, traerlo a Madrid para que se lo viese un medico, dejar la moto en el taller y dejarle a él en casa y a mí ya me habían “dado las uvas” para llegar a la redacción, donde me estaba esperando Josep María Armengol (a la sazón, subdirector de Motociclismo), y un maquetador, para tras revelar las diapositivas (el mundo digital era todavía ciencia ficción), y escribir el artículo, dejarlo todo listo para que el martes por la mañana llegase la revista a los kioscos.

Total, que tras toda la aventura, llegué a mi casa a eso de las 3 de la madrugada, hecho, literalmente, mierda. A la mañana siguiente, mi mujer, bastante harta ya del rollo este de las motos, me dijo lo siguiente: “O vendes la moto o me voy de casa”, a lo que yo, todavía un poco “espeso” por la paliza del fin de semana, respondí tras un largo rato, de por lo menos dos segundos: “Haces mal en irte de casa”. Pero se fue, y aquí paz y después gloria.

Evidentemente, yo estaba equivocado… porque hacía muy bien en irse, no os vayáis a pensar.

Creo que en esos dos segundos pensé que mi moto nunca me abría puesto tal ultimátum, y no me vale aquello de que la moto es un simple objeto inanimado y ella era la madre de mis hijas, (de la cual, he de añadir, que seguía totalmente enamorado), la cuestión, la verdadera cuestión, es que me quería imponer un cambio en mi forma de ver las cosas y vivir la vida, algo que a la larga solo puede terminar en frustración.

Me había conocido montando en moto, (monto en moto desde 9 meses antes de nacer, porque mi madre ya lo hacía con mi padre), le había comprado desde el principio la mejor equipación para que viniera conmigo cómoda y segura, algo que me encantaba y de lo que ella había disfrutado durante años… pero se cansó, y pensó que eso le daba derecho a obligarme a mí.

Lo siento, pero me niego, como me negué entonces y jamás me he arrepentido, a que me impongan las cosas. Si puedo elegir a la hora de equivocarme, prefiero equivocarme por mis propios errores y no por los ajenos, aunque en aquella ocasión, acerté. Se a ciencia cierta, que el hecho de haber cedido a aquella demanda, hubiese terminado en años de infelicidad y frustración.

El seguir montando en moto a lo largo de los años (en ocasiones más, en ocasiones menos), me ha proporcionado, además de ese placer que todos vosotros sabéis que proporciona en sí mismo el hecho de la conducción, la oportunidad de conocer muchísima gente, muchísimos lugares, millones (pero millones, eh), de risas y la posibilidad de vivir aventuras increíbles, como las que cuentan David (enlace) o Marcelo (enlace).

Nunca le he preguntado a mi ex-mujer si realmente ella deseaba en aquel momento irse de casa, pero si este era el caso, desde luego, hizo la pregunta correcta.

NOTA: Ahora mismo estoy viviendo en Marruecos, y no tengo oportunidad de acceder a mi archivo físico de fotos y diapos, las que ilustran este texto son mías y de los colegas que he nombrado, de la época.