Lentamente dejamos atrás el desierto de Taklamakán para entrar en la altiplanicie tibetana. Es un viaje hacia las nubes, que sube y sube, pero a mitad de camino hay que pasar por el infierno o quizás, solo sea el purgatorio.

Amanece en Roukiang con nubes altas y con la luz solar filtrada, lo que nos permite partir con una temperatura agradable; calurosa 28 ºC, pero deliciosa comparada con los días anteriores. El desierto aun continúa dominando el paisaje pero ahora el flanco sur de la carretera esta siempre dominado por una larga cordillera, el Kum Lum, detrás de las azuladas crestas el Tíbet. En realidad ya casi estamos en el Tíbet pues esta región por la que rodamos era ya parte del Gran Tíbet antes de la toma de posesión de China de toda la región. El Tíbet histórico era casi dos veces el tamaño de la actual región autónoma, abracando toda la provincia de Qinghai, partes de Yunnan y Sichuan incluso algo del actual Xinkianj.

La carretera es una larga recta sobre un terreno completamente plano, solo cortado por alguna torrentera que baja de las primeras estribaciones del Kum Lum occidental. El espíritu se alimenta de la grandiosidad de los espacios abiertos; es como pensaba hace días, el desierto de los hombres felices. Salimos de asfalto y como siempre sin perder la referencia de los postes que lo bordean rodamos sobre la tierra dejando una huella sutil que pronto los vientos se encargaran de borrar. La temperatura sube hasta los 38ºC pero pronto, tras un ligero desvío hacia el sur, la ruta se introduce entre las montañas y el termómetro empieza a bajar rápidamente. Nos introducimos en un valle fantástico, lleno de matices, de tierras, rocas y desaguaderos que labran las peladas laderas. Cierro las cremalleras de ventilación del traje cuando la temperatura alcanza los 20 grados. Mi cuerpo no se acostumbra con tanta presteza a la rápida desaparición del calor atmosférico. Unos cuantos kilómetros más y conecto los puños calefactables en su primera posición. Siento frio en las manos aunque estemos a 16 grados. Un poco más arriba conecto la segunda posición y me agarro con fuerza a los puños. Ayer parecía que estuvieran a 50 grados con el interruptor en off, hoy parece que no calientan ni a tope. Seguimos subiendo. 1500, 2000 metros de altitud. Tengo que parar, y ponerme un jersey, incluso el verdugo, hace frío de verdad, ya no es solo que no me acostumbre, el termómetro marca 10 grados y aun no llegamos a la parte alta. Aprieto mis piernas contra la moto en busca del calor del motor mientras hace menos de 24 horas las separaba para evitarlo. El termómetro baja hasta 8 ºC. Esto ya es verdadero frío, no solo una sensación subjetiva. Treinta grados de diferencia en apenas una hora es demasiado para que, por mucho que quiera, le explique a mi cuerpo que no es para tanto. Por fin llegamos a la parte alta, pero no hay bajada, es el primer escalón del Tíbet a más de 2.500 metros de altura y un desierto áspero salpicado de matojos, otra vez plano, nos envuelve.

Sobre las próximas montañas, que aun se elevan más por nuestra derecha, se aprecia claramente que está nevando, esperamos que el viento siga soplando en la misma dirección y no nos traiga esa ventisca. En el horizonte aparece una extraña nube blanca que surge desde la tierra. Una nube o ¿polvo? Al acercarme compruebo que es una gigantesca polvareda blanquecina, una imponente nube fantasmagórica que tapiza de cenizas las colinas cercanas. Parece que la ruta nos lleva directas hacia ese poco reconfortante lugar. Cuando estamos casi encima un puñado de casas y gasolinera en la que obligatoriamente hemos de repostar. El ambiente es tétrico. Ni las jóvenes adolescentes tibetanas que sirven en la estación ayudan a dar color a este entorno casi infernal. A duras penas me hago entender preguntando que son todas esas instalaciones fabriles que llenan el paisaje como flotando entre polvos y olores desagradables. Por fin me entero. Son minas de asbestos. Un material prohibido en occidente por su alto poder cancerígeno que aquí sigue en plena producción. El amianto que se utiliza como aislante térmico tiene gran demanda en el explosivo desarrollo industrial de China. No es el infierno, más bien diría que se trata del purgatorio para los cientos de trabajadores que dejan aquí unos años de su vida, cuando no la vida entera. Una de las carreteras se adentra entre el conglomerado de maquinas y edificios cubiertos de una espesa capa blancuzca. El viento sopla hacia las montañas, ¡menos mal! Nuestra ruta cambia ligeramente de rumbo y se aleja de este horrendo lugar. Tiene mal piso pero los baches son un mal menor, y cada golpe de las suspensiones nos aleja más de este remoto confín de China que no creo que haya muchos turistas que quieran visitar. No paramos hasta Huatugou. Una pequeña población con hotel, la única en 800 km entre Roukiang y Golmund. Pasaremos aquí la noche. Mañana más.